La psicología narrativa de cada día.
Foto de Jerome Bruner.
Los relatos e historias se constituyen en medios con los que cuentan las culturas para reinterpretar y reencausar aquellas conductas de sus miembros que son inusuales y que están fuera de los esquemas o normas que la propia comunidad ha establecido como apropiadas. Las narraciones, se convierten, de este modo, en vínculos entre lo excepcional y lo corriente, transformando los fenómenos extraños o raros, que pueden aparecer como conflictos sociales, en fenómenos comprensibles y viables.
Lo significativo de este recurso narrativo, de esta explicación que hace a la conducta comprensible, es que sólo surge cuando no se cumplen las conductas socialmente esperadas. Esta búsqueda de significado sólo emerge en lo excepcional, en lo extraordinario, pues las conductas normales o canónicas se explican a sí mismas. Así, la forma habitual de proceder, nuestro conocimiento procedural, no necesita de explicaciones y se convierte en la forma adecuada o correcta de comportarse, fundamentándose implícitamente en el contexto en el que tiene lugar la conducta. Por otra parte, las conductas inusuales, poco canónicas, requieren siempre de una explicación que les dé sentido, la cual consiste en una historia o relato que intenta dotar de significado a dicha forma de actuar, hacerla una conducta razonable.
“La función de la historia es encontrar un estado intencional que mitigue o al menos haga comprensible la desviación respecto al patrón cultural canónico. Este objetivo es el que presta verosimilitud a una historia. También puede otorgarle una función pacificadora.”[1]
Las narraciones, así entendidas, tienen necesariamente que relacionarse con las costumbres de un pueblo, suponiendo siempre la adopción de una postura moral. Contar una historia, elaborar un relato, darle sentido a una experiencia, revela siempre las estructuras particulares de los sujetos que la construyen, así como también de la cultura de la cual éstos forman parte. Es en la conformación de los esquemas asimiladores de la experiencia, así como también en los procesos de acomodación que hacemos de ésta, donde el rol del discurso narrativo se vuelve fundamental y donde, a su vez, destaca el carácter distribuido de esta forma de operar de la cognición. Como señalara Bartlett, los esquemas cognitivos o marcos, como también se les ha llamado, se construyen como resultado de la interacción social y están a la base del modo particular en que funciona la memoria de un grupo humano determinado. Las personas creamos comunidades, instituciones, ritos y diversos símbolos, con el propósito de preservar ciertas formas de vivir, ciertas experiencias o situaciones que nos resultan particularmente significativas, todo lo cual se haya razonablemente fundamentado a través de la construcción de diversos relatos o narraciones, que permiten reconstruir sistemáticamente la memoria de dicha comunidad. Así, los miembros de un grupo humano particular, no sólo comparten recuerdos, en la forma de narraciones, sino que también llegan a percibir, pensar y actuar de un modo característico, que revela los esquemas cognitivos bajo los cuales operan. En este sentido, Bruner plantea que “la experiencia y la memoria del mundo social están fuertemente estructuradas no sólo por concepciones profundamente internalizadas y narrativizadas de la psicología popular sino también por las instituciones históricamente enraizadas que una cultura elabora para apoyarlas e inculcarlas.”[2]
El discurso narrativo, se constituye, de esta manera, en un andamio fundamental para el desarrollo de la vida humana, permitiendo superar muchas de las limitaciones que nos impone nuestra estructura biológica. El lenguaje, en tanto instrumento simbólico, como sostenía Vygotsky, es una herramienta que cambia fundamentalmente al sujeto que la utiliza, transformando el operar cognitivo de éste y la relación que establece con su entorno, lo que da lugar a un proceso de cambio recursivo. De este mismo modo, la narración como instrumento cognitivo, le confiere a los seres humanos algunas capacidades que trascienden su dinámica estrictamente corporal, haciendo posible la emergencia de complejos fenómenos sociales. Así, una función fundamental del lenguaje, y particularmente de la narración, corresponde a lo que Andy Clark denomina cambio de espacios, donde “el agente que explota estructuras externas de símbolos cambia lo que sería (en el mejor de los casos) un cómputo interno que exigiría mucho tiempo y esfuerzo por una representación adquirida culturalmente.”[3] La utilización de diagramas, textos y gráficos, son ejemplos cotidianos de la explotación que los seres humanos hacemos de algunos recursos externos para facilitar el desarrollo de nuestros procesos cognitivos. Un uso más sofisticado de este tipo de andamiaje, es el uso de conceptos, en especial, los conceptos técnicos o especializados, que permiten subsumir una gran cantidad de información mediante una etiqueta lingüística facilitando así el aprendizaje. Para Clifford Geertz, este cambio de espacios ha llegado a constituirse en una necesidad para el desarrollo de la vida humana, dado el grado de complejidad que ésta ha alcanzado.
“En suma, la intelección humana en el sentido específico de razonamiento en una dirección depende de la manipulación de ciertas clases de recursos culturales de manera tal que produzcan (descubran, seleccionen) los estímulos ambientales que el organismo necesita para cualquier fin; es una búsqueda de información. Y esa búsqueda es tanto más urgente porque es muy general la información intrínsecamente disponible que el organismo tiene de fuentes genéticas.”[4]
La cultura, se constituye, a través del lenguaje, y especialmente del discurso narrativo, en un medio que permite la creación y el desarrollo colectivo de múltiples representaciones del mundo que potencian nuestra capacidad de aprendizaje, no sólo en forma individual, sino que fundamentalmente de un modo colectivo y altamente distribuido, que hace posible la emergencia de los diversos fenómenos sociales.[5] Andy Clark, haciendo referencia a la obra de Hutchins[6], plantea que “nuestros cerebros son las piezas de unos engranajes sociales y culturales más grandes que muestran la huella de los ingentes esfuerzos realizados anteriormente por individuos y colectividades.”[7]
El aprendizaje social, es decir, los cambios estructurales que se producen en una comunidad como resultado de la integración de las experiencias de los individuos que la componen, sólo es posible en la medida que el lenguaje permite coordinar las acciones que éstos desarrollan. Al mismo tiempo, este aprendizaje social, que puede constituirse en un cambio cultural, facilita y moldea la vida de los individuos, reduciendo significativamente el procesamiento de información que éstos deben realizar para lograr adaptarse a su entorno. Cabe señalar, que este tipo de aprendizaje opera no sólo a un nivel macro, como una gran comunidad social, sino que también, y fundamentalmente, a un nivel más micro, como lo es una familia nuclear. En ambos niveles, la narración es, quizás, el medio que por excelencia sirve para promover dicho aprendizaje, lo que se puede advertir en los cuentos infantiles, en los consejos y sugerencias de los padres, en las conversaciones familiares, en las fábulas, en las novelas y en las películas, entre otros.
[1] Bruner, Jerome. Acts of Meaning. Cambridge: Harvard University Press. 1990. Edición en español: Actos de Significado: Más allá de la Revolución Cognitiva. Editorial Alianza, Madrid. 1991. p. 61.
[2] Ibíd.. p. 68.
[3] Clark, Andy. Being there: Putting Brain, Body and World together again. MIT Press, Cambridge, MA. 1997. Edición en español, Estar ahí: cerebro, cuerpo y mundo en la nueva ciencia cognitiva. Ed. Paidós. Barcelona. 1999. p. 255.
[4] Geertz, Clifford. The Interpretation of Cultures, Basic Books, NY. 1973. p. 79.
[5] Hutchins, Edward y Hazlehurst, Brian. Learning in the cultural process. En Artificial Life II. D. Farmer, C. Langton, S. Rasmussen, & C.Taylor Ed. Addison-Wesley. 1991. En http://www3.isrl.uiuc.edu/~junwang4/langev/localcopy/pdf/hutchins92alife.pdf (02/01/08).
[6] Hutchins, Edward. Cognition in the Wild. MIT Press. Cambridge. 1995.
[7] Clark, Andy. 1997. op. cit. p. 246.
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