jueves, enero 31, 2008

Gregory Bateson y la Revolución Cognitiva (II Parte).


Clifford Geertz (1926-2006)


La aplicación que Bateson hace de la cibernética, en el ámbito de la epistemología, la ecología, la antropología y la comunicación, permiten también considerarlo como un pionero, e incluso como fundador, en la medida que sentó las bases, de lo que actualmente se distingue como cognición distribuida. Para Bateson, la mente no es una entidad trascendente, desde su perspectiva, los fenómenos mentales son holísticos, inmanentes no sólo a alguna de las partes sino al sistema en cuanto totalidad. De este modo, la metáfora computacional de la arquitectura serial restringe la mirada, al no considerar que “la computadora es siempre sólo un arco de un circuito más amplio, que siempre incluye un hombre y un ambiente, del que se recibe la información y sobre el que tienen efecto los mensajes eferentes que proceden de la computadora.”[1] Sólo del sistema total o conjunto, que incluye computadora y ser humano, puede decirse, que manifiesta características mentales.

“Consideremos un hombre que derriba un árbol con un hacha. Cada golpe del hacha es modificado o corregido, de acuerdo con la figura de la cara cortada del árbol que ha dejado el golpe anterior. Este proceso autocorrectivo (es decir, mental) es llevado a cabo por un sistema total, árbol-ojos-cerebro-músculos-hacha-golpe-árbol, y este sistema total es el que tiene características de mente inmanente.

Más correctamente: tendríamos que formular el asunto como: (diferencias en el árbol)-(diferencias en la retina)-(diferencias en el cerebro)-(diferencias en los músculos)-(diferencias en el movimiento del hacha) etcétera. Lo que se transmite alrededor del circuito son transformaciones de diferencias. Y, como se señaló anteriormente, una diferencia que hace una diferencia es una idea o unidad de información.”[2]

Las ideas multidisciplinarias de Bateson, como él mismo lo señala, emergen de la relación que tuvo con el trabajo de su padre, el genetista William Bateson, de su experiencia en el ámbito de la investigación de campo antropológico, de su participación en las Conferencias Macy, del campo de la psiquiatría en su paso por el Hospital de la Administración de Veteranos en Palo Alto y de su participación en el Mental Research Institute (MRI) de la misma localidad, de su investigación sobre cetáceos y comunicación animal en el Instituto Oceánico de Hawai y de su trabajo en el Instituto de Aprendizaje de la Cultura de la Universidad de Hawai, fundamentalmente. Un contexto distinto, mucho más ligado al ámbito de la antropología y de las ciencias sociales, fue en el que se desarrollaron las ideas del antropólogo estadounidense Clifford Geertz (1926-2006), quien desarrolló en el campo de la etnología un enfoque hermenéutico o interpretativo, que se constituyó en un antecedente importante para el resurgimiento del significado en la ciencia cognitiva, al concebir la conducta como acción simbólica.

“Una vez que la conducta humana es vista como acción simbólica –acción que, lo mismo que la fonación en el habla, el color en la pintura, las líneas en la escritura o el sonido en la música, significa algo- pierde sentido la cuestión de saber si la cultura es conducta estructurada, o una estructura de la mente, o hasta las dos cosas juntas mezcladas. En el caso de un guiño burlesco o de una fingida correría para apoderarse de ovejas, aquello por lo que hay que preguntar no es su condición ontológica. Eso es lo mismo que las rocas por un lado y los sueños por el otro: son cosas de este mundo. Aquello por lo que hay que preguntar es por su sentido y valor: si es mofa o desafío, ironía o cólera, esnobismo u orgullo, lo que se expresa a través de su aparición y por su intermedio.”[3]

Para Geertz, el estudio de los seres humanos debe considerar el contexto sociocultural en que éstos se han desarrollado, pues la evolución del homo sapiens sugiere que no existe una naturaleza humana independiente de la cultura. “Sin hombres no hay cultura por cierto, pero igualmente, y esto es más significativo, sin cultura no hay hombres.”[4] Desde esta perspectiva, Geertz cuestiona los enfoques tipológicos con que clásicamente se ha pretendido hacer un estudio científico de los seres humanos, pues al pretender estos dar cuenta de un ideal o de un modelo de hombre, se afanan en la búsqueda de un tipo de ser humano inmutable, normativo y estático, cuyo resultado se aproxima más a una entidad metafísica que al hombre real, cotidiano, embebido en una cultura particular, que debiera ser el principal objeto de estudio de las disciplinas preocupadas de los fenómenos humanos.

“Llegar a ser humano es llegar a ser un individuo y llegamos a ser individuos guiados por esquemas culturales, por sistemas de significación históricamente creados en virtud de los cuales formamos, ordenamos, sustentamos y dirigimos nuestras vidas. Y los esquemas culturales son no generales sino específicos, no se trata del ‘matrimonio’ sino que se trata de una serie particular de nociones acerca de lo que son los hombres y las mujeres, acerca de cómo deberían tratarse los esposos o acerca de con quién correspondería propiamente casarse; no se trata de la ‘religión’ sino que se trata de la creencia en la rueda del karma, de observar un mes de ayuno, de la práctica del sacrificio del ganado vacuno. (. . .) Así como la cultura nos formó para constituir una especie –y sin duda continúa formándonos- , así también la cultura nos da forma como individuos separados. Eso es lo que realmente tenemos en común, no un modo de ser subcultural inmutable ni un establecido consenso cultural.”[5]

La concepción que tiene Geertz respecto a los fenómenos humanos parece coincidir con la mirada cibernética planteada por Bateson, en cuanto a considerar como unidad de superviviencia al organismo-en-su-ambiente. En el mismo sentido, las ideas de estos autores son coherentes con las expuestas a principios del siglo XX por Dewey, Bartlett y Vygotsky, para quienes toda acción humana tiene como trasfondo un contexto sociocultural, que es necesario tener en cuenta para comprender el significado de dicha acción. La experiencia humana supone un actuar situado, localizado en un contexto, por lo cual su significado hay que buscarlo en la interacción del sujeto, agente de dicha experiencia, con el entorno sociocultural del que forma parte. En este sentido es que Jerome Bruner ha propuesto “la restauración del proceso de construir significados como la esencia de la psicología cultural, de una Revolución Cognitiva renovada.”[6] Una idea similar, aunque con un fundamento teórico más cercano a la neurobiología, se encuentra en los planteamientos de Varela, Thompson y Rosch, para quienes la ciencia cognitiva tradicional debe reorientarse hacia un enfoque hermenéutico, que asuma el carácter interpretativo de todo acto de conocer.

“La intuición básica de esta orientación no objetivista es la perspectiva de que el conocimiento es el resultado de una interpretación que emerge de nuestra capacidad de comprensión. Esta capacidad está arraigada en la estructura de nuestra corporización biológica, pero se vive y se experimenta dentro de un dominio de acción consensual e historia cultural. Ella nos permite dar sentido a nuestro mundo.”[7]

A partir de lo hasta aquí señalado, esta segunda revolución cognitiva supone, utilizando una distinción hecha por Heinz von Foerster, pasar de una ciencia cognitiva que adopta como modelo de estudio a las máquinas triviales, cuyo operar es predecible, a una ciencia cognitiva que concibe al organismo como una máquina no trivial, dotada de autonomía al momento de operar y, por tanto, impredecible. Este giro de la ciencia cognitiva se advierte en la aparición reciente de diversos enfoques, que enfatizan algunas dimensiones de esta revolución, como los enfoques de la cognición corporizada y distribuida.


[1] Bateson, Gregory. La cibernética del “sí-mismo” (self): una teoría del alcoholismo. Psychiatry. Vol. 34, N° 1. 1971. En Bateson, G. 1972. op. cit. p. 347.

[2] Ibíd.

[3] Geertz, Clifford. 1973. op. cit. pp. 24-25.

[4] Ibíd., p. 55.

[5] Ibíd.. p. 57.

[6] Bruner, Jerome (1990) op. cit. p. 73.

[7] Varela, Francisco et al. (1991) op. cit. p. 177.

lunes, diciembre 31, 2007


Gregory Bateson y la Revolución Cognitiva (I Parte).



Gregory Bateson (1904-1980).

El desarrollo teórico y epistemológico que se presentó en el ámbito de la antropología hacia mediados del siglo pasado, donde destacan figuras como Gregory Bateson, Margaret Mead y Clifford Geertz, también puede considerarse como un importante antecedente de esta nueva revolución cognitiva. Como se señaló anteriormente, Gregory Bateson participó activamente en las Conferencias Macy, donde se discutieron y desarrollaron las ideas que llevaron a la formulación de la cibernética, hito del pensamiento occidental que plasmó significativamente el trabajo y las reflexiones de este biólogo, etnólogo y epistemólogo inglés, quien en una conferencia dada en 1966, señaló que a su juicio, “la cibernética es el mayor mordisco al fruto del Árbol del Conocimiento que la humanidad ha dado en los últimos 2000 años.”[1] Para Bateson, el desarrollo de la teoría de la información, de la cibernética y de la teoría de sistemas, permite pensar de una manera totalmente nueva acerca de la mente y de los fenómenos relacionados con ella, acción que es necesaria al considerar el error en el que incurrieron los enfoques teóricos desde los cuales se abordaron antes estas materias.

Desde una perspectiva evolutiva, es fundamental, señala Bateson, advertir que la teoría de la evolución planteada por Darwin, presentaba un grave error en lo que respecta a su definición de la unidad de superviviencia bajo la acción de la selección natural, pues se focalizaba en el individuo, en su familia o en una especie en particular, sin considerar las características y el aporte del entorno o nicho ecológico, que resultan fundamentales para comprender la sobreviviencia de una especie.

“Ahora bien, sostengo que los cien últimos años han demostrado empíricamente que si un organismo o agregado de organismos se pone a trabajar con el interés centrado en la propia supervivencia y piensa que esa es la manera de seleccionar sus movimientos adaptativos, su ‘progreso’ desembocará en la destrucción del ambiente. Si el organismo termina por destruir su ambiente, de hecho se ha destruido a sí mismo. (. . .) La unidad de supervivencia no es el organismo en desarrollo, o la línea familiar, o la sociedad.

(. . .) La flexibilidad del ambiente tiene que ser incluida junto con la flexibilidad del organismo, porque como ya dije antes, el organismo que destruye el ambiente se destruye a sí mismo. La unidad de supervivencia debe ser el flexible organismo-en-su-ambiente.”[2]

Las aplicaciones que Bateson hace de la cibernética y de la teoría de sistemas, no sólo permiten conectar sus ideas con las desarrolladas por Dewey, los teóricos de la gestalt y los enfoques cognitivos europeos, en cuanto a considerar la relevancia que tiene la interacción del sujeto con su entorno, sino que también por el hecho de considerar que en dicha interacción, el sujeto tiene un rol activo, que lo lleva a construir una particular realidad al procesar las diferencias que perturban a sus órganos sensoriales, conceptualización que explícitamente cuestiona los enfoques mecanicistas del procesamiento de la información.

“La distinción que suele trazarse entre percepción y acción aferente y deferente, entrada y salida, no es válida para los organismos superiores en situaciones complejas. Por otra parte, casi cualquier ítem de acción puede ser informado al sistema nervioso central, sea por un sentido externo o por un mecanismo endoceptivo, y en este caso el informe sobre este ítem se convierte en una entrada. Y por otra parte, en los organismos superiores la percepción de ninguna manera es un proceso de mera receptividad pasiva, sino que, en parte al menos, está determinada por un control eferente que procede de los centros superiores. La percepción, notoriamente, puede ser modificada por la experiencia.”[3]


[1] Bateson, Gregory. De Versalles a la cibernética. Conferencia pronunciada el 21 de Abril de 1966 en el Simposio de los Dos Mundos en el Sacramento State Collage. En Bateson, Gregory. Steps to an Ecology of Mind. Chandler Publishing Company. Nueva York. 1972. Edición en español, Pasos hacia una Ecología de la Mente. Ed. Planeta. Buenos Aires. 1985. p. 507.

[2] Bateson, Gregory. Efectos del propósito consciente sobre la adaptación humana. Conferencia Wenner-Gren. Austria. 1968. En Bateson, G. 1972. op. cit. pp. 481-482.

[3] Bateson, Gregory. Las categorías lógicas del aprendizaje y la comunicación. 1964. En Bateson, G. 1972. op. cit. p. 322.

jueves, noviembre 29, 2007


La Segunda Revolución Cognitiva: El resurgimiento del significado.


Jerome Bruner (Psicólogo Fundador del Centro de Estudios Cognitivos de Harvard)


El positivismo planteado por Comte en el siglo XIX, la tradición filosófica empirista y el afán de convertir a la naciente disciplina en una ciencia, se encarnaron en la figura del psicólogo estadounidense John Watson, quien en 1913, al publicar un artículo titulado “Psychology as the behaviorist views it”, funda la psicología conductista, según la cual había que despojar a la psicología de todos los conceptos de índole mental, como la intencionalidad, los estados emocionales y las vivencias o experiencias personales. La psicología se dedicaría a estudiar sólo la conducta observable y los estímulos reales y objetivos que la provocaban. De este modo, para explicar la conducta, la psicología no debía hacer referencia a ningún ser humano en particular, llegando a ser incluso irrelevante que la investigación se desarrollara con seres humanos o con animales. Según Watson, “la psicología desde la perspectiva conductista es una rama experimental de la ciencia natural puramente objetiva. Su objetivo teórico es la predicción y el control de la conducta. (. . .) El conductista, (. . .) reconoce que no hay una línea divisoria entre el hombre y las bestias.”[1]

En la misma época en que Watson aspiraba a hacer de la psicología una ciencia siguiendo el modelo lineal-causal de la física clásica, en Europa, el lingüista suizo, Ferdinand de Saussure, fundador de la lingüística estructural, intentaba convertir el lenguaje en el objeto específico de una ciencia, con su ya clásica distinción entre la lengua y el habla. Así, la lingüística, se dedicaría exclusivamente al estudio de la lengua, poniendo entre paréntesis, el problema de la relación del lenguaje con la realidad.[2]

Esta concepción de la lingüística estructural, cambia profundamente la forma tradicional de abordar estas materias, pues anteriormente, la discusión filosófica se hallaba en la relación entre signum y res, es decir, en la relación de significado. Esta nueva ciencia, al excluir de la definición de signo cualquier referencia a un dominio extralingüístico, conlleva una crítica radical, a juicio de Ricoeur, tanto a la noción de sujeto como a la de intersubjetividad.

“En la lengua, podría decirse, nadie habla. La noción de ‘sujeto’, al ser desplazada al ámbito del habla, deja de ser un problema lingüístico para recaer en el terreno de la psicología. La despsicologización radical de la teoría del signo en el estructuralismo une, en este punto, sus efectos a las demás críticas, de origen nietzscheano o freudiano, del sujeto reflexivo, y entra a formar parte del gran movimiento que se ha llamado a veces la crisis e incluso la muerte del sujeto.”[3]

La desaparición del sujeto, en el ámbito lingüístico, implica también la desaparición de los otros sujetos, de todos los otros, hacia los que se dirige el habla. Si no hay un sujeto que hable, ni hay un otro que responda, tampoco hay una relación o interacción entre sujetos que permita la aparición del diálogo. Así, la lingüística estructural excluye de sus preocupaciones, a modo de epojé, el tema de la comunicación interpersonal y el uso social del lenguaje, en su intento de hacer del lenguaje un objeto de estudio científico. Con este mismo propósito, la psicología estadounidense, durante más de cuarenta años, eliminó al sujeto, al individuo, de su ámbito de competencia, situación que también se presentó en otras disciplinas, como la antropología.

En medio del escenario de hegemonía computacional, que se desarrolló fundamentalmente en los Estados Unidos con la revolución cognitiva, volvió a surgir una fuerte corriente antimentalista, que pretendía erradicar de la ciencia cognitiva los llamados “estados intencionales”, como creer, desear o comprender; y con ellos, la noción de sujeto o agente, dado que estos conceptos suponen la existencia de estados intencionales que orientan la acción. De esta manera, para Pozo, el enfoque computacional “a pesar de su apariencia revolucionaria, es profundamente continuista con la tradición del conductismo.”[4]

Así como para Ricoeur, la lingüística estructural, en su afán de cientificidad, excluye precisamente aquello que es esencial del lenguaje, el acto de hablar, para Jerome Bruner, la psicología, con el mismo propósito, dejó de lado una característica esencial del ser humano, el acto de buscar un significado, un sentido, a la experiencia vivida. La ciencia cognitiva, en sus comienzos, no sólo obvió el conocimiento que se había gestado en otros ámbitos, como la física y la biología, sino también, los desarrollos iniciales y los planteamientos teóricos que habían formulado los principales fundadores de las disciplinas que la constituían. Para la ciencia cognitiva, en especial para la psicología estadounidense, la historia había dejado de ser significativa.

“No cabe ninguna duda de que la ciencia cognitiva ha contribuido a nuestra comprensión de cómo se hace circular la información y cómo se procesa. Como tampoco le puede caber duda alguna a nadie que se lo piense detenidamente de que en su mayor parte ha dejado sin explicar precisamente los problemas fundamentales que inspiraron originalmente la revolución cognitiva, e incluso ha llegado a oscurecerlos un poco.”[5]

A mediados del siglo XX, un grupo de investigadores de diversas disciplinas, consideraron que no era posible pagar un precio tan alto en aras de este anhelo de crear una ciencia objetiva, ya sea en el ámbito de la lingüística, de la antropología o en el de la psicología. ¿De qué servía una ciencia del lenguaje que no considerara la práctica cotidiana, el uso humano, del lenguaje?, ¿para qué una psicología que no diera cuenta de la experiencia humana en el diario vivir?, ¿era viable una lingüística y una psicología sin sujeto, sin agente?. El mismo Jerome Bruner, quien fue un importante actor en la revolución cognitiva de 1956, señala, que recuperar “la mente” en las ciencias humanas, y con ella el estudio del significado en la experiencia cotidiana, era el objetivo que pretendían los gestores de la revolución cognitiva, hacia mediados del siglo XX.

“Creíamos que se trataba de un decidido esfuerzo por instaurar el significado como el concepto fundamental de la psicología; no los estímulos y las respuestas, ni la conducta abiertamente observable, ni los impulsos biológicos y su transformación, sino el significado. (. . .) Su meta era descubrir y describir formalmente los significados que los seres humanos creaban a partir de sus encuentros con el mundo, para luego proponer hipótesis acerca de los procesos de construcción de significado en que se basaban. Se centraba en las actividades simbólicas empleadas por los seres humanos para construir y dar sentido no sólo al mundo, sino también a ellos mismos”[6]

De acuerdo a diversos autores[7], a principios de los años ochenta se fue gestando una nueva edición de la revolución cognitiva, que vuelve a considerar al sujeto como agente de sus procesos cognitivos, rescatando el carácter constructivo y dinámico de la experiencia y de los significados. Entre los antecedentes de esta segunda revolución, se hallan las limitaciones que manifestaba la arquitectura serial o clásica y la reconsideración que se fue haciendo de los planteamientos formulados en la primera mitad del siglo XX por la filosofía y la psicología europea. Esta recuperación histórica, que incluye a los teóricos de la gestalt y a personajes como Dewey, Piaget, Vygotsky, Gadamer, Merleau-Ponty y Bartlett, entre otros, resultó particularmente difícil, dadas las grandes diferencias que estas ideas, y los supuestos que subyacen a ellas, tienen con los que caracterizaron al enfoque dominante o hegemónico en la ciencia cognitiva.[8]

En el caso de la psicología cognitiva europea, que podría caracterizarse como una psicología sistémica u organicista, ésta considera que su unidad de análisis son las totalidades, la relación del individuo con su entorno, no pudiéndose reducir la unidad de estudio al análisis de los elementos constituyentes. Los planteamientos de la psicología de la Gestalt, de Dewey, Bartlett, Piaget y Vygotsky, adoptan un enfoque constructivista, según el cual, la estructura cognitiva del sujeto, que es de carácter dinámico, juega un rol fundamental en la interpretación que éste hace de la realidad y en los significados que va gradualmente construyendo.

“Existe por tanto un rechazo explícito del principio de correspondencia o isomorfismo de las representaciones con la realidad. Situadas en una tradición racionalista, estas teorías no creen que el conocimiento sea meramente reproductivo, sino que el sujeto modifica la realidad al conocerla. Esta idea de un sujeto ‘activo’ es central a estas teorías.”[9]

Estos enfoques sistémicos-organicistas, coherentes con los planteamientos de la cibernética, rechazan la concepción estática de los enfoques mecanicistas clásicos, al considerar que los organismos son entidades dinámicas, que están en constante cambio como resultado de interactuar continuamente con su entorno. Así, los cambios estructurales que presenta un organismo a lo largo del tiempo, que pueden concebirse como aprendizajes, son procesos naturales y característicos de éste, que no se pueden obviar y de los cuales es necesario dar cuenta al intentar explicar su conducta.


[1] Watson, John. Psychology as the behaviorist views it. Psychological Review, 20, 158-177. 1913. En http://psychclassics.yorku.ca/Watson/views.htm (10/01/07)

[2] Ricoeur, Paul. Philosophie et langage. Revue philosophique de la France et de l’Étranger, vol. CLXVIII, Nº 4, 1978. En Ricoeur, Paul. Historia y Narratividad. Ed. Paidós, Barcelona. 1999.

[3] Ibíd. p. 44.

[4] Pozo, Juan. Teorías Cognitivas del Aprendizaje. Ediciones Morata, Madrid. 1989. p. 56.

[5] Bruner, Jerome. Acts of Meaning. Cambridge: Harvard University Press. 1990. Edición en español: Actos de Significado: Más allá de la Revolución Cognitiva. Editorial Alianza, Madrid. 1991. p. 27.

[6] Ibíd. p. 20.

[7] Bruner, Jerome. Acts of Meaning. Cambridge: Harvard University Press. 1990. Edición en español: Actos de Significado: Más allá de la Revolución Cognitiva. Editorial Alianza, Madrid. 1991. Gardner, Howard. The Mind's New Science: A history of the cognitive revolution. New York: Basic Books. 1985. Edición en español, La Nueva Ciencia de la Mente. Ed. Paidós, Barcelona. 1987. Harré, Rom. Gillett, Grant. The Discursive Mind. Ed. Sage. California. 1994. Martínez, Miguel. Comportamiento Humano: Nuevos Métodos de Investigación. Ed. Trillas, México. 1989. Pozo, Juan. Teorías Cognitivas del Aprendizaje. Ediciones Morata, Madrid. 1989. Varela, F., Thompson, E., Rosch, E. The Embodied Mind: Cognitive Science and Human Experience. MIT Press, Cambridge, Mass. 1991. Edición en español, De Cuerpo Presente: Las ciencias cognitivas y la experiencia humana, Ed. Gedisa, Barcelona. 1997.

[8] Pozo, Juan. op. cit.

[9] Ibíd. p. 57.

miércoles, octubre 24, 2007











La legitimación social de la violencia y la deslegitimación social del amor.

El término violencia alude a la acción de violar, palabra que viene del latín violare, la que a su vez deriva del sustantivo latino vis, que significa vigor o fuerza. Desde temprano el término violare tuvo el sentido de hacer daño o causar estrago a través de la fuerza. El Diccionario de la RAE, señala que una de las acepciones de violar alude a infringir una ley o quebrantar un tratado, una promesa o un precepto. A esta idea nos referimos cuando señalamos, por ejemplo, que una persona “violó la ley”.

Quisiera a partir de esta definición, invitarlos a reflexionar acerca de la violencia cotidiana de la cual todos somos testigos, para lo cual me parece necesario considerar qué es lo que se viola, cuáles son los acuerdos, promesas o supuestos que son quebrantados en nuestro vivir cotidiano.

Los homo sapiens, que es la especie animal a la cual pertenecemos, evolucionamos de una manera tal, que la interacción con otros organismos de nuestra especie se constituyó en una condición necesaria para nuestra sobrevivencia. A diferencia de otros animales, en nuestros primeros años de vida dependemos absolutamente de otros seres humanos para sobrevivir, coordinar nuestras acciones con las de otros seres humanos de manera tal de poder convivir con ellos, no es para nosotros una opción, sino que es una necesidad.

Así, un contrato social básico, implícito y necesario para cualquier ser humano consiste en “vivir y dejar vivir”, el con-vivir o vivir con otros es una necesidad biológica tan fundamental como respirar o alimentarnos, al menos, en una etapa de la vida en términos individuales y siempre necesaria desde la perspectiva de la especie. La violencia, cualquiera sea la forma que adopte, viola, traiciona, quebranta este supuesto, este contrato social básico. La convivencia social, el dejar vivir a otros seres humanos junto a nosotros, constituye un consenso fundamental en el que se basa nuestra existencia cotidiana, por lo que su violación genera diversos tipos de consecuencia en las personas que la experimentan.

Para el biólogo chileno Humberto Maturana, el desarrollo de la vida humana sólo es posible en la medida que nos aceptamos unos a otros como legítimos otros, en la medida que respetamos y validamos nuestras diferencias, nuestras particulares experiencias e historias de vida. Para esto, necesitamos que nuestro organismo se encuentre en un estado emocional que nos lleve a aceptar a los otros seres humanos como iguales, con el mismo derecho a existir que nosotros tenemos. Para Maturana, la emoción que nos permite aceptar al otro como legítimo otro en convivencia con nosotros es el amor. Desde esta perspectiva, el amor no se refiere exclusivamente al deseo de acariciar y regalonear a otro u otra, sino que alude a un estado dinámico del organismo que hace posible reconocer en otro ser humano a un ser que tiene derecho a existir, en condiciones similares a las nuestras.

La convivencia con otros seres humanos nos transforma, la interacción con el entorno modifica nuestro organismo, de manera permanente o transitoria, y con ello, la forma particular que tenemos de relacionarnos. Toda interacción, por trivial que parezca, nos va moldeando, nos va convirtiendo en un tipo u otro de persona. Cada uno de nosotros somos lo que somos como resultado de nuestra historia de interacciones, por haber nacido en una familia determinada, en un barrio determinado, por haber asistido a una escuela en particular, por haber tenido los profesores y compañeros que tuvimos, por haber pololeado con ciertas personas y no con otras, en fin, por haber tenido las experiencias que tuvimos. Esas experiencias, esas personas, esos lugares, nos enseñaron a vivir de una determinada manera, aprendimos a hablar de cierto modo, a pensar de una cierta manera, a reaccionar de ciertos modos característicos. Lo interesante, es que aprendimos una particular manera de vivir de la cual no somos del todo conscientes. Más aún, tendemos a ser ciegos al singular modo que tenemos de relacionarnos con los demás y con nuestro entorno. La forma de vida que hemos adoptado, la cultura en medio de la cual nos movemos, no la advertimos en nuestro vivir cotidiano, pues constituye para nosotros la forma natural que tenemos de vivir y de movernos por el mundo. No nos sorprende vestirnos como nos vestimos, hablar el idioma que hablamos, comer lo que comemos, seguir ciertas normas sociales para relacionarnos con los demás, en fin, para nosotros así es el mundo y así son las cosas.

Los seres humanos podemos aprender a vivir de muchas maneras posibles y aprendemos a vivir según como vivimos, nos relacionamos con los demás de acuerdo a cómo se han relacionado con nosotros, hacemos lo que hemos visto hacer a otros y lo que a nosotros nos han hecho, de una u otra forma. Eso es lo legítimo, eso es lo adecuado, así es como se vive y se sobrevive en este mundo. Si me golpean, aprendo que los golpes son una forma legítima de relacionarse, si me tratan a garabatos aprendo a tratar así a los demás e incluso me podría sorprender si escucho a personas que no los utilizan en su interacción. Podría aprender a cultivar relaciones que otros denominan violentas y que a mí me parecen de lo más adecuadas y correctas. Podría aprender a considerar legítimo y adecuado abusar de las demás personas, quitarles sus pertenencias, golpearlas si me molestan, explotarlas para mi beneficio personal o someterlas a duras jornadas de trabajo en condiciones que ponen en riesgo su salud física y mental.

Me parece que como sociedad hemos aprendido a legitimar socialmente diversas manifestaciones de violencia, al punto tal que ya hemos dejado de advertirlas como tales y las hemos pasado a considerar como la forma adecuada o normal de actuar y vivir. La corrupción, tan de moda los últimos días, es una violación a los ciudadanos que pagamos impuestos y que con nuestro trabajo ayudamos a financiar todo el aparato estatal. La enorme desigualdad en la distribución del ingreso es una práctica violenta, en la medida que unos pocos ganan mucho a costa de muchos que ganan muy poco, práctica que no sólo se considera legítima, porque es legal, sino que además nadie se hace responsable de ella, es el sistema, no las personas. La violencia en la que incurre el sistema educacional chileno al no brindar una educación de calidad a los alumnos, la violencia en la que incurren los profesores cuando consideran que su trabajo es dictar materias, la violencia que se da en las diversas prácticas de negligencia profesional, la violación de los derechos de los menores de compartir con sus padres, la violación del derecho de vivir en un ambiente no contaminado, la violación del derecho a descansar, la violación del derecho de los niños a ser niños, la violación del derecho a disentir sin ser calificado de conflictivo o revolucionario. E incluso, nuestro lema patrio legitima la violencia, “por la razón o la fuerza”.

Me parece al mismo tiempo, que nuestra cultura ha deslegitimado el amor, como la emoción en la que se funda nuestra convivencia habitual. Hemos hecho del amor, como señala Maturana, algo muy excepcional, algo muy sofisticado, extraño y raro, que casi no es accesible para el hombre o mujer común y corriente. Aceptar al otro como legítimo otro, respetarlo, darle el espacio para que exista y se mueva, preocuparnos de su bienestar, se han convertido en el discurso cotidiano en prácticas poco frecuentes que ya no cabe esperar. Este mundo es el mundo de los vivos que saben luchar, competir e imponerse a los demás, no el de los ingenuos y tontos que tratan de cooperar y ser amables.

Creo que es fundamental que nos atrevamos a mirar nuestro actuar cotidiano, a reflexionar sobre nuestras prácticas, sobre nuestro hacer diario. Es necesario dejar las certezas, las certidumbres, las anteojeras, los fanatismos de todo tipo. Me parece que tenemos que aprender a cultivar la valentía que nos permita arriesgarnos a amar, a establecer relaciones íntimas con los demás, arriesgarnos a sufrir eventualmente, a mostrarnos, a dejar que nos vean, que nos conozcan. Tenemos que empezar a entender el amor, el respeto, la aceptación de la diversidad, como algo trivial, cotidiano y necesario. Necesitamos de espacios y relaciones amorosas para sobrevivir y estos espacios y relaciones no caen del cielo ni brotan espontáneamente, es necesario cultivarlos. La legitimación social se basa en lo que cada uno de nosotros legitima a diario con su actuar, de cada uno depende lo que queremos o no seguir legitimando. Sería una buena práctica, comenzar cambiando nuestro lema nacional, de manera de sentirnos orgullosos y no avergonzados del mismo.

domingo, octubre 14, 2007

La inteligencia como concepto relacional.


La inteligencia es, claramente, un concepto que nos remite a un mundo complejo. Tradicionalmente, nuestra cultura occidental ha intentado transitar por un mundo simplificado, un mundo analizado, un mundo predecible, sin importar que en este esfuerzo este mundo fuera brutalmente distorsionado. Encerrarnos en la idea del control racional fue el resultado de dicho intento, así como también el abandonar nuestro cuerpo y con él la experiencia del mundo.

Jean Piaget, en la primera mitad del siglo XX, nos invitaba a entender la cognición y la inteligencia como un proceso que se da en la interacción del organismo con su medio, enfatizando la importancia de los procesos y operaciones sensorio-motrices. Parece ser que durante mucho tiempo, sólo prestamos atención a una parte de lo que Piaget nos indicaba, sin ahondar mucho en sus consecuencias. Es probable, que no hayamos estado preparados, en ese momento, para ver y escuchar lo que podían significar sus planteamientos.

Un fenómeno similar se dio con la propuesta de quienes sustentaron el enfoque conexionista y la cibernética. Aparentemente, tampoco estuvimos a la altura de esas ideas, con lo cual la ciencia cognitiva tuvo un retraso, si se puede así llamar, de más de una década. En este caso, la mayoría no pudo ver lo que esas ideas significaban. La evolución del pensamiento seguía su curso, faltaban algunos ciclos recursivos para poder ver y escuchar con mayor claridad.

Me parece que lo mismo está pasando con las emociones, estamos reparando nuevamente en ellas y advirtiendo la influencia que ejercen en lo que tradicionalmente llamamos nuestra inteligencia.

El desarrollo que hasta ahora ha alcanzado la ciencia cognitiva, permite plantear que la inteligencia no es una cualidad o propiedad de un organismo específico, sino más bien el nombre con el que distinguimos un tipo de interacción particular entre ese organismo y su entorno, la cual se caracteriza por permitir el acoplamiento estructural necesario entre estos dos sistemas para que dicho organismo pueda seguir existiendo en ese dominio o ámbito particular. Creo que la mayoría de las definiciones o conceptualizaciones acerca de la inteligencia son consistentes con esta forma de entenderla, estando las diferencias fundamentalmente basadas en el énfasis que le dan a un aspecto específico de dicha relación.

Todos formamos parte de diversos sistemas y nuestras acciones pueden o no contribuir al acoplamiento estructural de los mismos. Quizás aún no veamos las consecuencias que esto pueda tener, dado que nuestras conductas pueden constituir pequeñas diferencias que se pueden amplificar mediante los procesos recursivos del vivir. No podemos saber con certeza dónde estaremos en los próximos años, aunque quizás nuestra percepción se afine para permitirnos captar la tendencia que tiene el sistema del cual formamos parte.

Hasta el momento, la inteligencia artificial y la robótica nos están ayudando a pensar acerca del vivir humano y a comprender un poco más lo complejo de nuestra existencia. Como individuos y como especie tenemos importantes desafíos por delante, la manera cómo los enfrentemos será, en mi opinión, la principal forma, quizás la única válida, de evaluar nuestra inteligencia.

Quisiera terminar este comentario con una reflexión de Rodney Brooks:

“Como producto de la evolución, es improbable que hayamos alcanzado un estado por completo óptimo, especialmente en las áreas cognitivas. La evolución construye un batiburrillo de capacidades que resultan adecuadas para el nicho en que la criatura sobrevive. Es por entero posible que con unos cuantos cambios adicionales en las conexiones de nuestros cerebros ‘normales’ lleguemos a descubrir nuevas capacidades. Quizá se trate de destrezas sobre las que no conseguimos ahora razonar, justo como le sucede al paciente de agnosia. Serían capacidades sobre las que nuestra propia reflexión especial, de la que los seres humanos nos sentimos tan orgullosos, no es capaz de razonar sin que hayan tenido lugar esos cambios de conexiones.”[1]


[1] Brooks, Rodney. Flesh and Machines. Pantheon Books. New York. 2002. Edición en español, Cuerpos y Máquinas. Ediciones B. Barcelona. 2003. pp. 228-229.