lunes, julio 10, 2006


Relaciones Familiares y Salud Mental (II Parte).


2. ¿Por qué esa tendencia a ser amigo de los hijos. Se cree acaso que así el adolescente o niño tendrá más confianza con su progenitor?

3. ¿Es posible que sea una reacción a una educación demasiado vertical. "Yo fui muy sometido a los mandatos de mi padre y para mis hijos no quiero eso"?

Las personas actuamos siguiendo ciertas convenciones sociales, ciertos modos de vivir que se van paulatinamente legitimando, que pasan a formar parte de nuestra cultura y que se manifiestan fundamentalmente en nuestros discursos cotidianos, en nuestras conversaciones.

El viejo discurso, el viejo paradigma, era la existencia de una verdad única, certera e inmutable. Un ejemplo de esto, es el concepto que la gente suele tener del conocimiento científico. Esta forma de entender el mundo, llevó a que la verdad se tenía que imponer, los profesores les imponían “la” verdad a sus alumnos y los padres también a sus hijos. Los adultos tenían el saber, los niños eran ignorantes y no debían ser mayormente considerados.

El autoritarismo y la violencia que todo esto supone, eran legitimados socialmente de diversas maneras, lo cual facilitó la irrupción de regímenes totalitarios, dictaduras, a nivel político. En el siglo pasado, Europa, Asia, África y América Latina, aprendieron lo que esto significaba, en realidad, todavía lo estamos aprendiendo.

En el ámbito de las llamadas ciencias sociales, y específicamente, en la psicología, el conductismo, la creencia de que a las personas se les podía controlar en base a premios y castigos, era el discurso predominante. Esta visión del mundo cambió, el conductismo fue severamente cuestionado, no cuadraba con las experiencias que tenemos a diario.

La experiencia vivida, llevó a que cualquier cosa que sonara a disciplina, a acatar normas, se relacionara inmediatamente con dictadura, con violencia, con atentado a los derechos humanos. Había que soltar, “dejar ser”, liberarse de esa opresión, educar a los hijos en “libertad”. Si el modelo de los padres como autoridades normativas no servía, entonces debía servir el modelo de la amistad, de la igualdad. Si la relación adecuada no era vertical, entonces debía serlo la horizontal. Lamentablemente, en muchos casos, no hubo términos medios.

Hemos aprendido que no hay un tipo de relación ideal, que las relaciones se deben adaptar a las circunstancias, a las personas. Una relación amorosa es aquella donde hay respeto, donde hay una verdadera aceptación por las diferencias, lo cual no significa estar siempre de acuerdo. Aceptar a los hijos supone reconocer que son principiantes en el arte de vivir y que necesitan ser asesorados y apoyados.

La confianza debe surgir del respeto, no de la igualdad. Uno confía en los demás, aceptamos la mano que nos extienden, cuando advertimos una relación amorosa. En el ejercicio de la violencia que obliga, que impone, nos asustamos, nos escondemos, dejamos de confiar.

Un hijo no pierde la confianza en sus padres, que se da naturalmente, cuando éstos le llaman la atención y lo sancionan, si él advierte que lo que motiva a los padres es el amor que le tienen. Otro cuento es cuando el hijo advierte agresión y violencia. Quisiera enfatizar esta idea. Los llamados de atención y las sanciones no tienen que ser necesariamente violentas. Un padre o madre que actúa con claridad, transparencia, consecuencia y firmeza, puede resultar muy amoroso, a pesar de que su actuar pueda también resultar momentáneamente desagradable para sus hijos. Insisto, ser amoroso no significa dejar que el niño haga lo que quiera, más aún, esto puede indicar precisamente lo contrario, negligencia, que es como los hijos suelen percibirlo.

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