miércoles, julio 19, 2006


Relaciones Familiares y Salud Mental (III Parte).

4. ¿Qué posición deben tener los padres separados que ven poco a sus hijos? Ellos plantean que es difícil poner reglas y ser "autoridad" cuando el tiempo con ellos es reducido a unas pocas horas de visita.


Si nos interesa realmente cuidar la salud mental de nuestros hijos, es fundamental que comencemos a entender que no son los padres los que se separan, sino que las parejas. Ser padres y ser parejas no es lo mismo, son ámbitos diferentes. La confusión proviene del hecho de que tradicionalmente estos roles los cumplen las mismas personas, pero no siempre es así. El bienestar de nuestra salud mental requiere que los padres sigan siendo padres después que se separa la llamada pareja marital. Cuando estos ámbitos se confunden generalmente esto trae sufrimiento para los hijos.

Lamentablemente, esta confusión la fomentan quienes entendiendo poco de estas materias, sostienen que el divorcio destruye a la familia. El divorcio, pone fin explícito a una relación de pareja, que generalmente había terminado antes del divorcio mismo. La familia cambia su estructura, pero debe continuar, los seres humanos necesitamos crecer en medio de una familia.

Insisto que los padres deben seguir siendo padres, cuidando, protegiendo, educando a sus hijos amorosamente, definiendo lo que de acuerdo a su criterio de adultos responsables pueden o no pueden hacer los menores. Por supuesto, que la dinámica de relación va a ser diferente, pues uno de los padres no va a convivir a diario con sus hijos, pero lo que no debe cambiar es la preocupación por fortalecer el vínculo, la relación.

En muchos casos, el problema de “autoridad” como le llaman, es más bien un problema de “culpabilidad”. No entender lo que significa el divorcio, mezclar pareja y familia, lleva a que los padres crean que sus hijos van a sufrir todo tipo de problemas psicológicos. Ciertamente, que la separación es una situación dolorosa para todos, las personas no tienen como una gran aspiración el separarse, pero esto no significa que la separación o el divorcio sea necesariamente una experiencia traumática. Muy por el contrario, conscientes del cuidado que requiere la salud mental de los hijos, el ideal es que el término de la relación sea lo menos dramático posible, aceptando, reitero, que es, generalmente, una experiencia dolorosa para la pareja y para los hijos de ésta.

Esto que puede parecer muy ideal, no lo es tanto, pues como se puede observar en lo que en el Instituto de Terapia Familiar llamamos Consultoría en Separación, los padres, en la mayoría de los casos, comprenden que no pueden vivir en guerra si ésta daña significativamente a sus hijos. La prioridad son siempre los hijos.

Si los padres se sienten culpables, si se perciben como monstruos por haberse separado, si sienten que han dañado a sus hijos para el resto de sus vidas, entonces se sentirán también, muy probablemente, incapaces de establecer límites, de decir que “no”, de llamar la atención y de sancionar si es necesario. Es decir, se habrán inhabilitado como padres, situación que sí puede generar problemas, pues los hijos en estos casos se sienten legítimamente “abandonados”.

La culpa es muy nociva en las relaciones padres-hijos, eso es lo que hay que evitar. Cabe mencionar, que la culpa no sólo se da cuando los padres se separan, sino también cuando están mucho tiempo fuera de casa. Llenar a los hijos de regalos, de juguetes, de ropa, así como también de comida chatarra, puede dar cuenta de la culpabilidad que suelen experimentar los padres en la actualidad.

lunes, julio 10, 2006


Relaciones Familiares y Salud Mental (II Parte).


2. ¿Por qué esa tendencia a ser amigo de los hijos. Se cree acaso que así el adolescente o niño tendrá más confianza con su progenitor?

3. ¿Es posible que sea una reacción a una educación demasiado vertical. "Yo fui muy sometido a los mandatos de mi padre y para mis hijos no quiero eso"?

Las personas actuamos siguiendo ciertas convenciones sociales, ciertos modos de vivir que se van paulatinamente legitimando, que pasan a formar parte de nuestra cultura y que se manifiestan fundamentalmente en nuestros discursos cotidianos, en nuestras conversaciones.

El viejo discurso, el viejo paradigma, era la existencia de una verdad única, certera e inmutable. Un ejemplo de esto, es el concepto que la gente suele tener del conocimiento científico. Esta forma de entender el mundo, llevó a que la verdad se tenía que imponer, los profesores les imponían “la” verdad a sus alumnos y los padres también a sus hijos. Los adultos tenían el saber, los niños eran ignorantes y no debían ser mayormente considerados.

El autoritarismo y la violencia que todo esto supone, eran legitimados socialmente de diversas maneras, lo cual facilitó la irrupción de regímenes totalitarios, dictaduras, a nivel político. En el siglo pasado, Europa, Asia, África y América Latina, aprendieron lo que esto significaba, en realidad, todavía lo estamos aprendiendo.

En el ámbito de las llamadas ciencias sociales, y específicamente, en la psicología, el conductismo, la creencia de que a las personas se les podía controlar en base a premios y castigos, era el discurso predominante. Esta visión del mundo cambió, el conductismo fue severamente cuestionado, no cuadraba con las experiencias que tenemos a diario.

La experiencia vivida, llevó a que cualquier cosa que sonara a disciplina, a acatar normas, se relacionara inmediatamente con dictadura, con violencia, con atentado a los derechos humanos. Había que soltar, “dejar ser”, liberarse de esa opresión, educar a los hijos en “libertad”. Si el modelo de los padres como autoridades normativas no servía, entonces debía servir el modelo de la amistad, de la igualdad. Si la relación adecuada no era vertical, entonces debía serlo la horizontal. Lamentablemente, en muchos casos, no hubo términos medios.

Hemos aprendido que no hay un tipo de relación ideal, que las relaciones se deben adaptar a las circunstancias, a las personas. Una relación amorosa es aquella donde hay respeto, donde hay una verdadera aceptación por las diferencias, lo cual no significa estar siempre de acuerdo. Aceptar a los hijos supone reconocer que son principiantes en el arte de vivir y que necesitan ser asesorados y apoyados.

La confianza debe surgir del respeto, no de la igualdad. Uno confía en los demás, aceptamos la mano que nos extienden, cuando advertimos una relación amorosa. En el ejercicio de la violencia que obliga, que impone, nos asustamos, nos escondemos, dejamos de confiar.

Un hijo no pierde la confianza en sus padres, que se da naturalmente, cuando éstos le llaman la atención y lo sancionan, si él advierte que lo que motiva a los padres es el amor que le tienen. Otro cuento es cuando el hijo advierte agresión y violencia. Quisiera enfatizar esta idea. Los llamados de atención y las sanciones no tienen que ser necesariamente violentas. Un padre o madre que actúa con claridad, transparencia, consecuencia y firmeza, puede resultar muy amoroso, a pesar de que su actuar pueda también resultar momentáneamente desagradable para sus hijos. Insisto, ser amoroso no significa dejar que el niño haga lo que quiera, más aún, esto puede indicar precisamente lo contrario, negligencia, que es como los hijos suelen percibirlo.

lunes, julio 03, 2006


Relaciones Familiares y Salud Mental (I Parte).


Esta entrevista me la realizó la periodista Alejandra Gajardo a principios de este año para la Revista Catalina. Desconozco si fue publicada o si lo será en un futuro próximo, de todos modos, las respuestas completas que aparecen a continuación, es difícil que se puedan llegar a publicar.


1. ¿Qué consecuencias psicologicas puede tener un hijo cuyo padre no tuvo autoridad con él?


No se trata de que los padres tengan autoridad, en el sentido de poder, sobre los hijos, se trata más bien de que los padres y los hijos aprendan a convivir y respetarse mutuamente. El sentido de la familia, de la paternidad y de la maternidad, es cuidar, proteger y educar a los hijos, atender sus necesidades fundamentales. Los seres humanos somos la especie más vulnerable en nuestro proceso de desarrollo, nos toma mucho tiempo adquirir autonomía y aprender cómo vivir en un medio social.

En la infancia, fundamentalmente, necesitamos habitar un mundo estable, ordenado, con normas lo más claras posibles. Necesitamos de alguien que nos contenga, que nos limite, que nos frene, que nos señale el peligro, pues no tenemos la experiencia y el criterio para hacerlo nosotros. Esto no es ejercicio de la autoridad, es un ejercicio del amor, es el ejercicio del ser padres.

Tenemos que aprender que las normas tienen un profundo sentido social, las necesitamos para coordinar nuestra convivencia, para interactuar ordenadamente con los demás. Sin normas, explícitas e implícitas, no hay vida social posible, esto es lo que hay que enseñarles a los niños. Si logramos este objetivo, los padres no tendrán que invocar su “autoridad” para ser obedecidos, pues sus hijos habrán aprendido a colaborar para que la convivencia sea posible. Esto es vivir respetando a quienes nos rodean y el respeto sólo se aprende viviéndolo.

Si los padres no respetan a sus hijos, si no atienden sus necesidades, si no los escuchan, si no se interesan por lo que hacen, si no juegan con ellos, si no los acarician, si no les explican el sentido de las normas, si no les advierten de los peligros, entonces es muy probable que ese hijo o hija no se sienta amado por sus padres, se sienta inseguro, temeroso de enfrentar el mundo, incluso es muy probable que se enferme física y mentalmente. Como dice el Prof. Humberto Maturana, los seres humanos somos dependientes del amor, sin amor nos enfermamos e incluso nos morimos.

Ahora, si bien las consecuencias pueden ser muy diversas, pues finalmente dependerá de las características del sujeto y de su entorno más amplio, sí se puede señalar que la violencia, la drogadicción, el alcoholismo, el consumismo, la necesidad constante de aparentar, la promiscuidad sexual, el escaso respeto que tenemos por nuestro cuerpo, el miedo a asumir compromisos, la indiferencia, el fanatismo de cualquier tipo, el alto índice de trastornos mentales, entre otras conductas, son indicadores probables de esta falta de amor, de no habernos sentido respetados durante la infancia.

Si no respetamos a los niños durante sus primeros años de vida, difícilmente podemos esperar que sean respetuosos al llegar a la adolescencia, que es cuando muchas veces se manifiestan los problemas y cuando los padres quieren recuperar el tiempo perdido ejerciendo “la autoridad”.